La bailarina. Una crítica teatral.
Una vez, cuando tenía 11 años, hice una
bailarina. Era mi regalo de cumpleaños para mi mamá.
Era una bailarina de cerámica, con
piernas muy largas y un tutú de gasa. Yo adoraba las bailarinas. Y no las artes plásticas.
Cuando llegó el día del cumpleaños, mi
papá sacó unos regalos que había comprado y tenía escondidos en un placard, y
yo le dije: ¡yo tengo esto para regalarle a mamá! Y saqué la bailarina.
La miró detenidamente, la dio vuelta y me
dijo: qué lástima que no me dijiste, te la hubiera arreglado; la cara está muy
fea.
Me dio mucha vergüenza, pero yo no quería
que tocara mi muñeca. Iba a dejar de ser mi regalo.
Llego el momento, esperé que le dieran
los regalos, y entonces saqué mi
bailarina, me puse a llorar y le dije a la vieja: este es mi regalo, pero es
fea.
La miró emocionada, nos abrazamos, y
seguimos llorando, abrazadas, largo rato.
La bailarina estuvo toda su vida en la
cabecera de su cama.
El crítico de teatro hace lo mismo.
Agarra el producto, lo da vuelta, lo examina, lo pone patas para arriba para
ver si tiene calzones y dice: mmm…la cara está fea.
Le falta entender de regalos, de abrazos, de vergüenzas, de emociones, de
bailarinas de cerámica con piernas muy largas y tutú de gasa.
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